"Cuerpo mío, ¿te acuerdas de haber sido, igual que un grano dentro de su tierra nutricia, un pequeño organismo condensado, al abrigo de toda distracción? ¿Te acuerdas de haber vivido, sin ver ni pensar, recibiendo ya el mundo por las sensaciones de tu envoltura; de haber vivido sin esforzarte en moverte, ocupado tan sólo en tu voluptuoso crecimiento?
Con la misma seriedad
con la que juega un niño,
lo pinto todo,
de blanco... silencio,
miedo, duda,
blanco espacio,
blanco vacío,
calma, horizonte, angustia,
posibilidad.
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
Había una vez mi casa, que era otra, y al regresar de
cualquier sitio el camino era distinto, el abrir de la puerta y el entrar.
Hubo cuando siempre esperaban los mismos dentro y también hubo
cuando nunca sabía quién podía llegar. Hubo un portal luminoso, hubo cuando al cerrar se notaba la
humedad, cuando saliendo prometía un regreso, cuando llegar se hacía en dos veces,
la primera antes y la segunda después de
los incontables escalones verdes…
Una vez hubo un silencio
a padres y hermanos recién dormidos, un olor a los mismos acabados de
despertar, hubo cuando el olor eran cenizas de fuegos, de los demás, y a veces
hubo también la acidez del olor a café templado (tan idéntica siempre, por cierto, que
he pensado que así huele el descuido), hubo olor a desorden empolvado, a recién
pintado... Hubo el eco del principio y
el eco del final, varias veces. Hubo el seis, hubo el doce, tal vez el uno, el ocho
y el siete juntos, el no volver y el no querer
quedarme sola.
Ayer estabas cuando llegué y todo parecía en su sitio, como
siempre lo parece estar.
Seguiu l'exemple de les deeses, llinatge mortal, i no negueu els vostres favors als homes que us desitgen. Fins i tot encara que us enganyin. Què hi perdeu? Tot queda. Encara que us prenguin mil homes res no es perd.
Lo que está en el umbral
de mi fortuna.
Nunca llamado, nunca
esperado siquiera;
sólo presencia que no ocupa espacio,
sombra o luz fiel al borde de mí mismo
que ni el viento arrebata, ni la lluvia disuelve,
ni el sol marchita, ni la noche apaga.
Tenue cabo de brisa
que me ataba a la vida dulcemente.
Aquello
que quizá hubiese sido
posible,
que sería posible todavía
hoy o mañana si no fuese
un sueño.
Manda traer acá vinos y ungüentos y las tan pasajeras flores del amable rosal, mientras las circunstancias, el tiempo y los hilos negros de las tres Parcas lo permitan. Horacio
lo descubriré tan adentro un día, cuando en teoría sea que no está, que entonces, de ser tan irrepetible, será yo misma, mi retina y mi piel, las calles y las voces serán lo que ahora transcurre, lo que se me está clavando, lo que ahora amo y lo que ahora temo no se podrá ir ya nunca, y sin embargo,eso tan eterno, es la fragilidad misma que me sostiene vivencia. Pero si nada es mío, quizá es ella, Vivencia, y reside en el aire, en los fotogramas del viento que se detiene en secreto, y es en el viento que queda, mientras yo sigo, ideas enlazando conceptos, como poniendo huevos en la orilla del mar.
Me entretengo a pasear con la
mirada por las venas de unas manos ancianas, casi por fuera de su piel, y pienso en los ríos de un mapa.
El vagón está lleno, gente
entrando y saliendo en cada parada, todo el mundo transita. El metro, los pasajes
subterráneos, arriba las calles donde cabe todo, casas calladas que observan un pensamiento
tras otro, voces mezcladas, los viajes del recuerdo. Alguien que nos piensa
mientras recorre senderos, los mosquitos que transvasan la sangre y dejan sus
huevos, los leones bajo el sol de la sabana y las ballenas que cantan bajo la
lluvia del Océano. Los locos circuitos del infinito que somos, la minuciosa sangre que
nos bombea y los filamentos que nos tejen, cuerpos, cada sinapsis constante que
explosiona en mi y en ti, y todos los organismos
que respiran y los cuerpos inertes que no pueden, el oxigeno inhalado y su
correspondiente exhalación, y los humos de la combustión y su correspondiente expulsión,
el agua por las cañerías, la electricidad, la luz y sus prisas, todas las ondas
y los alambres que ya no conducen nada, el magnetismo y los caminos de cables y
los caminos secretos y las rutas de las aves que migran, las mascotas en nuestras casas y los parques y
los bosques donde nos llevan a pasear, el correteo de un niño en pijama por la
mañana, las agujas del despertador, el tic y el tac y el engranaje ilustre que
lo empuja. Los sueños, la respiración nocturna y los ronquidos, los gases, los
desagües, las cloacas, las hierbas infusionadas y los fármacos a toneladas en camiones, los
peajes, los bolsillos rotos, los porros de boca en boca, la saliva y los
microbios, el amor y el odio, las miradas, las mentiras, las miradas que hablan
solas, las clandestinas, el deseo, las
pasiones, el sudor que brota de los poros de la piel y resbala, la piel que se
escama y cae, y el pelo que también cae, la tierra y el polvo, las hormigas, el
aire y sus corrientes, y las corrientes del mar, las corrientes políticas, las
religiosas, lo corriente y lo raro, la música, el intangible viaje del sonido y
el extraño secuestro de nuestras almas, el
pornoterrorismo, el hilo del que penden las cabezas, las nubes llenas, la
espiral del tiempo, la hoja caduca que vuela y la oruga lenta que dibuja restos,
la tortuga centenaria, la luz al otro lado del túnel, el agua de los ríos y los
ríos secos. Me bajo en esta estación.
"Oteando horizontes más risueños, un ingeniero francés, André Simoneton, ha inventado un procedimiento para que la población del planeta no siga degenerando; es un aparato que puede ser utilizado lo mismo por un hombre que por una mujer o por un niño y con el cual puede distinguirse un alimento sano de otro malo antes de consumirlo: se trata de un péndulo sencillo sujeto a una cuerda corta, que usan los adivinos o zahoríes del agua, de objetos perdidos o del porvenir."
(La vida secreta de las plantas. pg.301)
Las ciudades son extensos campos de cultivo de Homo sapiens, invernaderos que mantienen artificialmente las condiciones ideales para obtener buenas cosechas de individuos cortados por el mismo patrón.